LA EDUCACIÓN JURÍDICA EN MÉXICO (10)

Dr. Efrén Vázquez Esquivel

Antes de avanzar en las innovaciones de las mallas curriculares de la carrera de licenciado en derecho que se han venido haciendo en las universidades de México, públicas y privadas, desde los primeros años de la década del 70 del siglo XX, considero pertinente precisar de manera más clara que, conforme a la línea de pensamiento en que me apoyo para estas exposiciones sobre el estado de la educación jurídica en México, los saberes que forman a los profesionales del derecho son de dos tipos: a) los saberes instrumentales, y b) los saberes esenciales.

Ahora bien, en la pedagogía se usa el enunciado “saberes «transversales» de carácter formativo” para referirse a un cúmulo de saberes derivados de distintas disciplinas y diversos sistemas de pensamiento, científicos, morales, ideológicos, religiosos, etc., que contribuyen a la formación de la personalidad y carácter del estudiante y futuro profesional del derecho.

No se habla, en dicha disciplina, antes más conocida como ciencia de la educación, de saberes instrumentales y saberes esenciales, como aquí lo hago. Introduzco estos conceptos –ignoro si alguien ya lo ha hecho–, con el propósito de mostrar que la educación jurídica que se proporciona en México y, por supuesto, no creo sea solo en nuestro país, es una educación técnica, no científica ni tampoco humanista.

Veamos, grosso modo, cual es la diferencia entre los saberes instrumentales y los saberes esenciales. Los primeros, es decir, los saberes técnicos, por ser medios para lograr algún fin solo pueden responder a las preguntas del cómo, no a las preguntas que buscan respuestas a los por qué, y dichos conocimientos se encuentran en los cuerpos de leyes, en la jurisprudencia, en los precedentes, tratados internacionales y en la costumbre, cuando así está determinado por la ley.

En cambio, los saberes esenciales, grosso modo, son tales porque son resultado de la relación teoría y praxis mediada por el pensar meditativo-reflexivo de la ciencia y la filosofía, no del pensar meramente calculador, como en el caso de los saberes instrumentales; por tanto, estos saberes responden a las preguntas de los por qué.

Por ejemplo, en el caso de la historiografía jurídica crítica impulsada en los Estados Unidos por Robert W. Gordon, fue (y sigue siendo) un tipo de saber incómodo para los juristas prácticos, de manera particular para la supuesta ciencia jurídica puesta al servicio del poder político porque, los valores que en la práctica jurídica son tenidos como intangibles por doctrinas iusnaturalistas, entre otras, son derrumbados. Sobre este punto Robert W. Gordon dice:

“Pues habiendo sido los objetivos prioritarios de ésta la racionalización de la compleja realidad jurídica y la justificación de la validez de las normas vigentes (objetivos ambos que se presumían útiles para los prácticos del derecho), la historia venía a introducir una perspectiva relativizadora tanto en relación con la validez de los conceptos jurídicos –de la doctrina, de la teoría del derecho– como especialmente con la noción de justicia”[i].

Como se podrá apreciar con el anterior ejemplo, la historia del derecho en la práctica jurídica es de gran utilidad si lo que se quiere es contar con un sistema jurídico que no se escude en el formalismo para simular una práctica jurídica que aparenta ser eficiente, fundándose, primordialmente, en el cumplimiento de  formas jurídicas, sin importar cuestiones de contenido; sin importar, además, ofrecer en la resolución judicial que se emite criterios de aceptabilidad racional; no pocas veces por estimar que el justiciable no cumple con requisitos de forma de carácter procesal.

Pero, en cambio, la historia del derecho, y de manera particular del derecho patrio, puede ser un estorbo para quienes ven en el derecho una técnica cuyo fin sea posibilitar los valores de la igualdad y las libertades públicas.

La historia es compromiso, compromiso con el pasado que nos persigue, que nos determina, que nos ubica en la posición correcta del momento actual. Pues, sin historia no es posible la adquisición de la conciencia histórica; y en específico, sin el conocimiento de la historia del derecho patrio, no es posible llegar a techo seguro, y en cambio, se puede llegar a ser presa fácil de los manipuladores de conciencias.

De ahí que carece de rigor científico lo dicho por el jurista e historiador del derecho no crítico José Manuel Villalpando en su libro “Maximiliano, el juicio de la historia”, cuando afirma, refiriéndose a la lucha que se libró en el siglo XIX entre los liberales juaristas y los conservadores maximilianistas: “No por obvia, descarto la aclaración de que no me sumo a ninguno de los dos bandos que hace más de un siglo se enfrentaron en el campo de batalla y en los tribunales para salvar a la república o al imperio. Pertenezco al género de los que creen sinceramente en que el pasado ya pasó, y que simplemente lo recibimos como el nutriente principal de nuestro ser nacional” (p. 23).  

No creo en la neutralidad ideológica, no acepto este punto de vista, me parece no auténtico, una forma de querer que su narrativa sea aceptada por otros que carecen de conciencia histórica. Pues, no es cierto, como asegura Villalpando, que el pasado ya pasó, el pasado no pasa, nos sigue determinando. 

Conclusión: la historia del derecho es el mejor antídoto contra el dogmatismo de no pocos juristas y operadores jurídicos. He ahí por qué, entre los saberes esenciales que debe contener la malla curricular de la carrera de derecho, uno de los más importantes es el de la historia del derecho en México, la cual se estudia en muy pocas universidades.


[i] Citado por Emilio Lecuona, profesor de la Universidad de Málaga en “Historia del Derecho y Ciencia Jurídica en los Estados Unidos de América: El debate en torno al Historicismo Crítico de Robert W. Gordon, Revista de Estudios Histórico-Jurídicos ISSN Impreso: 0716-5455 Número XXVIII, 2006. Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile