Efrén Vázquez
El mejor antídoto contra el dogmatismo que anida en las teorías jurídicas tradicionales y en algunas disposiciones normativas, legales y constitucionales, es el conocimiento y comprensión de la historia; de ahí que abstraer el derecho de la historia, y en específico de su historia, es decir, de la historia del derecho positivo del «estado nación», o «estado nacional» en el que se nació y se es parte como ciudadano –o simplemente como gobernado–, significa estar condenado a cometer siempre los mismos errores, como consecuencia del peso de los atavismos históricos.
Antes de continuar con esta exposición, debido a que mi propósito es dirigirme a todo tipo de público lector, permítaseme hacer una digresión: el concepto «estado nación» es del campo de la teoría política y alude a que en la construcción de un estado nacional, por ejemplo Egipto, Alemania, Japón, primero existió la nación, caracterizada esta como una población que posee un pasado común –es decir, un a tradición compartida, o conjunto de valores compartidos, una lengua y un conjunto de costumbres, que es lo que proporciona la identidad nacional–, la delimitación de un territorio, y un gobierno propio. En el estado nación es la nación la que construye al estado.
Y en la construcción del «estado nacional», que es el caso de México, acontece exactamente lo contrario. Es el estado burgués, construido bajo las directrices de un sistema económico capitalista y en lo político una ideología liberal, el que construye la nación.
Para volver al punto, quisiera fortalecer la idea sobre la importancia de la Historia del derecho positivo mexicano en los planes de estudio de las carreras de derecho haciendo un poco de historia, ello con el propósito de demostrar que en la fecha en la que se consumó la independencia de México, 27 de septiembre de 1821, no existía la nación mexicana. Pues no existía un pasado común ni valores compartidos de quienes a partir de la fecha indicada formalmente dejaron de ser súbdito y después ciudadanos del virreinato español llamado Nueva España.
Ciertamente, antes de la conquista española en lo que hoy es México existió, con todo y divergencias propias de la naturaleza humana, un pasado común que cohesionó a nuestros antepasados, valores y lenguas originarias, gobierno y territorio, entre otros elementos que caracterizan a una nación; pero durante tres siglos de sometimiento de los españoles a los pueblos originarios su cultura, altamente desarrollada, fue salvajemente socavada.
En efecto, los pueblos indígenas fueron debilitados en todos los aspectos por medio del poder de las armas y de la religión; por otro lado, en la Nueva España estaba el grupo o clase social de los españoles, llamados peninsulares; estos, y en menor grado los criollos, eran los que tenían posibilidades de acceso al desarrollo de la ciencia y filosofía social europea, por tanto ocupaban los cargos públicos en el gobierno; o bien sus actividades estaban enfocadas a las actividades comerciales, así como a las actividades del ejército y la Iglesia Católica. Por otro lado estaban los criollos, o sea los hijos de españoles, que eran los dueños de las tierras que se les despojaba a los indígenas; y por otro, mucho más numerosos, estaban los mestizos, aunque estos no eran esclavizados como los indígenas, ya que por ser también hijo de españoles se consideraba que merecían un buen trato, también otro debió haber sido su imaginario colectivo, sus intereses y valores compartidos.
Así que, visto lo anterior, resulta obvio que al consumarse la Independencia de México, hace 202 años, otros eran los intereses y valores compartidos de los peninsulares, criollos y mestizos, muy diferentes a los intereses y valores compartidos a los del resto de los pueblos originarios y mestizos; no había propiamente una identidad nacional, para lo cual, como dije, se requiere compartir un pasado común.
Ahora bien, de cierta manera ese pasado común lo tienen todos los mexicanos, pero parece ser que nadie se quiere encontrar allí. Por algo Octavio Paz escribió el año de 1950 en el Laberinto de la soledad, o sea 129 años después de la independencia de México, que el mexicano se muestra como un ser humano cargado de tradiciones; pero que en ninguna encuentra o no quiere encontrar su identidad.
Para ir concluyendo la antepenúltima parte de esta sección, ahora debo decir que al consumarse la independencia de México en fecha 27 de septiembre de 1821, nace, por medio de las armas y de estrategias políticas acertadas debidamente constitucionalizadas (en la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos promulgada el 4 de octubre de 1824), el «estado nacional» mexicano con el nombre de “Estados Unidos Mexicanos”. Su artículo 1 dice: “La nación mexicana es para siempre libre e independiente del gobierno español y de cualquier otra potencia”. Y el 4 dice: “La nación mexicana adoptará para su gobierno la forma de república representativa popular federal.
Así las cosas, la verdad es que, en términos de facticidad, lo que nace el 27 de septiembre de 1821 es el Estado mexicano, un Estado federal y republicano. La nación mexicana solo nace de manera formal. Factualmente esta se construyó por el estado en el transcurso de medio siglo en medio de asonadas, golpes de estado e intervenciones extranjeras. Esto significa, insisto una vez más, que en el caso del estado mexicano no fue precisamente una lengua y pasado común, un conjunto de costumbres y valores compartidos, etc., lo que originó la creación del estado, sino más bien es el poder político, el poder militar y otras circunstancias históricas que entonces se vivieron lo que, dicho aristotélicamente, constituyó la causa eficiente del nacimiento del estado mexicano.
Y es aquí, precisamente, donde comienza la historia del derecho positivo mexicano, el cual nace con la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos que, por cierto, el próximo 4 de octubre, es decir, en unos cuantos días, cumplirá 200 años de haberse promulgado. Y es precisamente aquí también donde comienza la historia del Poder Judicial de la Federación, y en sí, donde comienza la historia de la judicatura mexicana federal y locales.
Al respecto, una prestigiada historiadora del derecho y la judicatura durante el siglo XIX, como lo es Georgina López González, profesora de la UAM (Universidad Autónoma Metropolitana) dice, como resultado de sus investigaciones, que en el tránsito de la Colonia (o el virreinato de la Nueva España al Estado Mexicano, primero durante el imperio de Iturbide y después durante el primer gobierno republicano que correspondió a Guadalupe Victoria) no hubo una ruptura con el antiguo régimen colonial sino más bien una continuidad del sistema de impartición de justicia, con ciertas modificaciones, pero sobre todo, con los mismos jueces y magistrados que antes habían estado al servicio de la corona española.