Dr. Efrén Vázquez Esquivel
El artículo 17 de la Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos promulgada en 1917, reproduce de manera textual el contenido normativo del artículo 17 de la Constitución Federal de 1857. En un solo párrafo Dice:
“Nadie puede ser aprisionado por deudas de carácter puramente civil. Ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma ni ejercer violencia para reclamar su derecho. Los tribunales estarán expeditos para administrar justicia en los plazos y términos que fije la ley; su servicio será gratuito, quedando, en consecuencia, prohibidas las costas judiciales”.
Las dos primeras prohibiciones contenidas en esta directiva constitucional representan el enraizamiento de una nueva cosmovisión jurídica que deja atrás la época de la venganza privada, cuyo proceso de desarrollo inicia en el siglo XVI, es decir, en el siglo del Renacimiento, y culmina con los grandes reformadores de los siglos XVIII y XIX: Cesare Bonesana, conde de Beccaria (1738-1794); Jeremy Bentham (1748-1832); Jean-Étienne-Marie Portalis (1746-1807).
Ahora bien, como lo he señalado en otras entregas, los próceres y arquitectos de la República Mexicana eran conocedores del desarrollo histórico y político del viejo continente, por lo que no debe extrañar que la normativa citada aparece desde la Constitución de 1824; y cada vez, de manera mejor redactada y con una mayor ampliación de horizontes, ha brillado más en la historia del constitucionalismo mexicano.
En efecto, en poco más de un siglo de la vigencia de la Constitución de 1917, su artículo 17 se ha reformado cinco veces. La primera, por adición, fue en el año de 1987, y quedó así:
Al enunciado: “Toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes”, se añade (1) que las resoluciones judiciales deben ser “de manera pronta, completa e imparcial”; y (2) que “las leyes federales y locales establecerán los medios necesarios para que se garantice la independencia de los tribunales y la plena ejecución de sus resoluciones”.
Y aún más, con mayor precisión y ampliación de horizontes en la reforma por adición de 2008 quedó establecido que: “Las leyes federales y locales establecerán los medios necesarios para que se garantice la independencia de los tribunales y la plena ejecución de sus resoluciones”.
Indudablemente, con el artículo 17 en comento contamos con sólidas bases constitucionales para poder resolver la crisis endémica de la justicia, problema que jamás se resolverá sin la autonomía del Poder Judicial y la independencia de los jueces.
Sin embargo, hasta lo que hoy se ha hecho no ha sido suficiente para siquiera paliar este viejo problema con el que nació la República; o dicho metafóricamente, con el que se inauguró la desparpajada casa que hoy nosotros ocupamos y que, tarde o temprano la tenemos que dejar (lamentablemente en las mismas condiciones que la recibimos) para que otros la ocupen.
En los ámbitos de la doctrina y en los de la práctica jurídica, erróneamente se ha creído que para garantizar la autonomía del Poder Judicial y la independencia de los jueces, sin lo cual el enunciado normativo que reza que la justicia debe ser pronta, completa e imparcial resulta ser sólo una quimera, es suficiente con (1) los procedimiento de acceso a la judicatura que, dicho sea de paso, siempre ha dejado duda respecto a su transparencia y eficacia; (2) la institucionalización de la inamovilidad judicial; (3) el establecimiento de sistemas de autocontrol, lo que incluye normativas para la remoción del cargo; y (4) pagar bien a los juzgadores, para que no se corrompan, lo que ha resultado también ser una vacilada. Este último criterio, ha sido una constante desde el inicio de la República.
Pomposamente a esta creencia se le ha asignado el nombre un tanto ambiguo de garantías judiciales. “Como «garantías» judiciales suelen considerarse los contenidos constitucionales mediante los cuales se buscaba lograr la independencia e imparcialidad del juzgador”, dice José Ramón Cossío (La justicia prometida, 2008; p. 35).
¿Cómo lograr, de manera efectiva, la autonomía del Poder Judicial y la independencia de los jueces, propósito fundamental que se pretende lograr por medio del artículo 17 constitucional? En trabajos publicados, y en otros que están por publicar, he dicho insistentemente que para este propósito es necesario contar con jueces virtuosos; para lo cual se precisa que no sean intereses políticos y económicos los que determinen en gran medida el acceso a la judicatura.
Y para lograr algún día contar con jueces virtuosos, lo que no significa que no los haya, sólo que son muy pocos, es necesario, en primer lugar, poner en cuestión el modelo constitucional de acceso a la judicatura (el cual, también lo he repetido, tiene en el artículo 95 constitucional su núcleo central) por no establecer directrices fundantes para la exigencia de una formación teórica y práctica de juzgador, antes de que las personas, hombres y mujeres a quienes por medio de la ley se les atribuye la facultad de juzgar, accedan como meritorios a los órganos jurídicos de aplicación del derecho y se inicien en cualquiera de las actividades vinculadas al ejercicio de la función de juzgar; para después, con el tiempo, por medio de un sistema escalafonario que se le atribuye el nombre de carrera judicial, éstos, previa capacitación al galope, logran ser jueces.