Dr. Efrén Vázquez Esquivel
El primer párrafo del artículo 16 de la Constitución de 1917 es una reproducción textual del artículo 16 de la Constitución de 1857; por tanto, en su formulación normativa que dice: “Nadie puede ser [molestado] en su persona […], sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente”, se reproduce el mismo error del constituyente de 1857, consistente en el uso del vocablo [molestar], en vez del vocablo [afectar]. El resultado de este error, como muchos otros que hay en los cuerpos legislativos, conlleva a que, por querer decir una cosa, se dice otra.
Ahora bien, toda vez que el esfuerzo «hermenéutico» (de hermenéutica, ciencia filosófica que se ocupa del fenómeno de la comprensión y la interpretación correcta de lo comprendido) es un esfuerzo de comunicación de sentido, si la citada norma dijera: nadie debe ser [afectado], en vez de decir “nadie puede ser [molestado]”, el esfuerzo para comprender el sentido correcto de esta normativa sería mucho menor.
Por algo Jeremy Bentham decía que “las palabras de la ley deben pesarse como diamantes”, lo que significa que los enunciados normativos bien hechos precisan de una elección correcta de las palabras; eso es a lo que el autor citado nombra nomografía (de nomos, del griego νόμος = norma; y grafía, del griego γραφια = grafía), palabra que, entre otras significaciones, alude a representación gráfica, es decir, a una escritura, o a la actividad de escribir.
Cabe añadir a lo anterior que, para prevenirse contra las arbitrariedades de los jueces, los grandes juristas del siglo XVIII que diseñaron las sociedades modernas, como Bentham, creían, como hoy todavía muchos creen, que si se eligen las palabras precisas para redactar las normas y estas palabras son claras, sencillas, sin doble significación, no sería necesaria la interpretación de las leyes, cosa que la experiencia ha demostrado lo contrario.
La desconfianza en los jueces llevó a Bentham a pensar en que el conocimiento del lenguaje (en ese entonces todavía no nacía la lingüística, ésta nace con Ferdinand de Saussure a principios del siglo XX) era la mejor opción para controlar las arbitrariedades de los aplicadores de la ley; creía que los jueces, ingeniándoselas de muchas maneras en el proceso de interpretación de la ley para usurpar el poder que sólo corresponde al legislador, eran representantes de siniestros intereses que había que combatir haciendo buenas leyes, para que no se burlaran de ellas. Textualmente dice Bentham:
“El legislador ordena al juez que castigue al delincuente. Y ¿qué es lo que hace ese mismo juez al respecto? En lo que de él depende, deja el criminal sin castigo, asegurándole al mismo tiempo el botín que esperaba obtener con su delito, como por ejemplo, los bienes obtenidos mediante robo, asalto de caminos o allanamiento de morada. Pese a la orden del legislador, a quien sufrió las consecuencias del delito, se le carga con un nuevo sufrimiento” (2004; p. 118).
Pues bien, el tema que aquí me ocupa es el principio de legalidad consagrado en el artículo 16 constitucional, sin esta garantía no es posible la defensa de los derechos humanos. Y, además, sin el cumplimiento de este principio no es posible justificar racionalmente el acto de autoridad, el cual, como se establece en el primer párrafo del artículo en comento, debe ser fundado y motivado por autoridad competente; por tanto, tampoco puede haber garantía de seguridad jurídica.
Hay algo más, tampoco puede cumplirse dicho principio si, en los casos en los que el legislador no usa las palabras precisas en el enunciado normativo, sea por error o de manera intencional, el juez no interpreta correctamente la ley. Y aquí puede haber una serie de trampas, entre otras, en la tradición jurídica prevalece el principio de que lo claro no necesita interpretación (In claris non fit interpretatio), lo que significa que, sin considerar el contexto en el cual se ha de aplicar la ley, cuando el texto de la ley es claro e inequívoco, no se debe hacer ninguna interpretación, más que la que declare la composición de la letra.
Al anterior principio se opone el de la hermenéutica filosófica, conocida también como nueva hermenéutica, la cual, no obstante que comenzó a construirse a principios del siglo XIX y su nacimiento se produjo en 1960 con la obra Verdad y método de Hans-Georg Gadamer, todavía no llega a las escuelas de derecho. Dice así: “El arte de la interpretación no consiste en atenerse a lo que se dijo, sino a lo que se quiso decir”. Por supuesto, en esta hermenéutica no hay posibilidad de interpretación sin que sea el contexto el que determine el sentido del texto.
Sin agotar el tema de esta normativa, ya para finalizar, quisiera referirme nuevamente a la resolución de la SCJN en la contradicción de tesis 410/2011, en la que, en un texto de 142 páginas, se resuelve que debe prevalecer el criterio de la Segunda Sala con carácter de jurisprudencia, en el sentido de que el objetivo de acto de molestia no es la privación de un derecho, o afectación de un derecho, “sino que se trata de una medida preventiva, con la intención de proteger algún derecho o bien jurídico, es decir, se trata de una medida cautelar con el objetivo de evitar la afectación de un bien jurídico o proteger algún derecho”.
¿A cuántos justiciables se habrá afectado sus derechos humanos debido al uso del término «molestar» en el primer párrafo del artículo 16, en vez del término «afectar», y debido también a una incorrecta interpretación de la ley, sea por error o de manera intencional? Un dato importante: el artículo 16 se ha reformado 8 veces, y los legisladores nunca han visto este error.