Efrén Vázquez Esquivel
La consumación de la independencia de México se produjo el 28 de septiembre de 1821, después de que, un día antes, el Ejército Trigarante encabezado por Agustín de Iturbide triunfalmente ingresó a la ciudad de México. Este mismo día se instaló la Suprema Junta Provisional Gubernativa, se redactó y firmó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, en la cual se estableció:
“La Nación Mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido.
Los heroicos esfuerzos de sus hijos han sido coronados, y está consumada la empresa, eternamente memorable, que un genio, superior a toda admiración y elogio, por el amor y gloria de su Patria, principió en Iguala, prosiguió y llevó al cabo, arrollando obstáculos casi insuperables”. Y enseguida, solemnemente se declara que México “por medio de la Junta Suprema del Imperio, […] es Nación Soberana, e independiente de la antigua España […].
Con todo, como no es posible que haya una revolución social que dé origen a una nueva nación sin una descolonización del pensamiento, ahora hay que decir que el pensamiento humanista y libertador que inspiró en el siglo XIX la revolución social que condujo a la independencia de México se generó en el siglo XVIII, entre otros por el historiador y pedagogo Francisco Javier Clavijero, de la orden de los jesuitas; por el filósofo Juan Benito Díaz de Gamarra y Dávalos; y por el científico José Antonio Alzate.
Gracias a estos ilustres pensadores de la época de la colonia, los cimientos sobre los que se construyó en el transcurso cuatro décadas la nación mexicana fueron los de una república representativa popular federal (artículo 4 de la Constitución de 1824; y 39, 40 y 41 de la Constitución de 1857), no un imperio mexicano.
Ahora bien, si bien es cierto que la creación del estado mexicano que tuvo lugar con la consumación de la independencia fue un acto formal, primero con el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, y después con la Constitución de 1824, también lo es que el nacimiento de la «nación» mexicana, por ser algo que tiene que ver con una identidad nacional propia: conjunto de valores, tradiciones y sentimientos compartidos, etc., no puede ser un acto formal, sino esencialmente material, y ésta se construye en el transcurso de muchos años.
Así que, a diferencia de otras naciones en las que la nación crea al estado, en el caso de México fue el estado el que creó la nación. Por tanto, viendo las cosas con rigor, se puede concluir que desde el punto de vista jurídico la existencia de un estado de derecho es un acto formal; pero desde la perspectiva de las teorías sociológica y política no es así, materialmente tiene que haber un índice de adhesión aceptable al estado de derecho para que éste sea tal.
Y en el mismo sentido, para que exista un estado de derecho (único en el que pueden florecer los derechos humanos) no sólo se requiere que el estado tenga su Constitución escrita que fundamente y proporcione validez al sistema de normas que de ésta se derivan, sino además, para que el gobernado pueda protegerse contra los errores judiciales y los abusos de poder de las autoridades y el poder político, el sistema jurídico debe contener:
- Un subsistema de control de la constitucionalidad, conocido jurídicamente como «sistema de control de la constitucionalidad»: el juicio de amparo, la controversia constitucional, la acción de constitucionalidad, el juicio político, el juicio de derechos políticos-electorales.
- Un subsistema de normas sobre responsabilidades administrativa de los funcionarios públicos en el que se especifique las conductas culposas y dolosas en las que éstos pueden caer y las sanciones que les correspondan.
- Un subsistema de normas sobre formación de jueces y acceso a la judicatura en el que se garantice que nadie que no acredite haber hecho estudios formales de la judicatura, después de haberse graduado de licenciado en derecho, acceda a los órganos jurídicos de aplicación del derecho y se inicie en cualquiera de las actividades vinculadas al ejercicio de la función de juzgar, a no ser que se trate de prácticas académicas debidamente supervisadas por una escuela de altos estudios especializados en la judicatura, que no sea parte del Poder judicial, para evitar prácticas nepóticas.
Concluyo diciendo que, en primer lugar, en el siglo XIX estaba plenamente justificado que para acceder a la función de juzgar se exigiera sólo un título de licenciado en derecho; o incluso, aunque se hubieran abandonado los estudios de derecho; o fuera un abogado “huizachero” –así se le apodada a las personas que litigaban sin haber cursado ni un año de estudios de la carrera de derecho, pero conocían algo de leyes–, ya que había escasez de abogados; pero hoy día ya nada justifica que para llegar a ser juez, profesión sumamente importante para la protección de los derechos humanos, éstos se formen en la práctica, a la luz de la cultura del “machote”.
Y en segundo que, quiérase o no, la «formación» de jueces (no de capacitación por un año, como se viene haciendo desde 1995, en la cual la ética sólo se da a oler) es un elemento más del subsistema de control de la constitucionalidad, por desgracia históricamente olvidado por los tratadistas de derecho constitucional. Y este olvido es una de las variables del atraso de una efectiva protección de los derechos humanos en México.